viernes, 29 de marzo de 2013

Algo sobre mí (Dani)



(O el arte de revelar poco y nada)

Ayer, en una reunión familiar, mi tío Alberto, que es medio despistado para las fechas, me preguntó qué edad tenía yo. Cuarenta, le dije, y agregué casi sin pensar: “De los veinte a los cuarenta, no sé qué pasó, hay un agujero negro en mi vida”. Fue como si las palabras se me escaparan. (Al rato, reconocí que en el período mencionado hubo momentos importantes). Siguiendo en tono de confesión, mi tío me dice: “Yo no me acuerdo de nada entre los cincuenta y los cincuenta y siete. Lo que sí recuerdo con nitidez es la etapa comprendida entre los cinco y los ocho años”. Sonreí. Yo también recuerdo bien aquella época dorada. La mía, no la de mi tío Alberto.
En alguna parte leí que la infancia es una patria a la que jamás se vuelve. O un país extranjero. Yo no estoy tan seguro de que la infancia sea un país, sólo sé que la extraño. Extraño los juegos de la niñez, aquella época de pelotas y de potreros, de pantalones sucios, de vidrios rotos, de fogatas.

Tuve la suerte de crecer a media cuadra de las vías de un ferrocarril de carga, en la localidad de El Palomar. En la esquina de casa, al otro lado de la calle, se extendía el terraplén. El tren pasaba, y sigue pasando, a lo sumo una vez al día. Por eso a la vía, corroída de ausencia y pastizales, se la conoce como la vía muerta. Cuando lo sentíamos venir, corríamos a poner monedas en los rieles, y el tren las devolvía deformes y lisitas. Dejaban de ser monedas para convertirse en otra cosa, un objeto único y precioso. Me pregunto dónde habrán ido a parar esas monedas ovaladas, sin próceres ni números y más brillantes que nunca. Y ya que andamos remontando el cauce de los tiempos, me pregunto dónde fueron a parar esos amigos de aventuras. Dónde estará mi arrabal, quién se robó mi niñez, para decirlo con un retazo de tango. Hoy los cruzo por la calle y apenas los reconozco. En realidad, me cruzo con lo que ahora son, tipos cansados. ¿También ellos me verán así, acobardado por tanto zarandeo? ¿Qué queda en nosotros de nosotros, qué queda del mocoso que hemos sido?
La locomotora colecciona óxido y melladuras, pero milagrosamente sigue andando. Da un poco de lástima este tren, pero así es la vida: los achaques alcanzan no sólo a los mortales sino a las cosas, que terminan muriéndose también, aunque muchas duren más que uno.
Desde hace veinte años me dedico a la fabricación de calcomanías y carteles. No reniego de mi trabajo. Después de todo, el comerciante le da de comer al escritor. Hay un goce en la escritura, pero es un goce escurridizo que, al menos en mi caso, se da en ciertas etapas de la corrección. Escribir, lo tengo bien asumido, es construir castillos de arena. Toda obra literaria es deleznable, decía Borges, pero su ejecución no lo es.
Nací en Buenos Aires, en 1973. Descubrí mi vocación literaria siendo grande, allá por el año 1994. Abrumado por tanto cálculo ―en aquel entonces estudiaba Ingeniería en Sistemas― se me dio por comprar un librito intitulado Ficciones. Me partió la cabeza.
Agujero negro, aunque no tan vacío:
Conozco a una mujer.
Publico un libro.
Muere mi padre.
Tengo una hija.
Me sacan un carcinoma.
Soy de esos tipos que echan raíces en un lugar y se quedan ahí, como un anzuelo clavado en el tiempo. Voy al trabajo en mi Renault por la ruta que bordea la vía muerta. El auto proyecta una lengua de sombra en los días soleados, una sombra que va rozando los troncos de los álamos que desfilan por el costado del parabrisas. Esta mañana, mientras iba manejando, vi surgir de nuevo el tren. Serían las siete y media. Venía en dirección opuesta, hacia mí, el foco encendido en la frente de la locomotora. Un gigante saliendo de la niebla, lento y pesado, cargado de quién sabe qué sustancia, la sustancia de los sueños. Lo vi venir como siempre, nutrido de antiquísimas vivencias. Quién iba a sospechar que después de tanto tiempo yo seguiría enlazado a esta vía y a este barrio y a eso que busco a veces cuando parece que nada busco, cuando me pongo a merodear como si hubiera perdido la sombra del que fui, o el brillo de una moneda ovalada.


Dani