viernes, 29 de marzo de 2013

Veintitrés y poco más (Christian)



El gobierno había decretado toque de queda a partir de las seis de la tarde, poco importó en casa, mamá iba a dar a luz. Nací en Huánuco, donde durante año y medio viví en casa de mis abuelos maternos, rodeado de tías. ¿Quién recuerda el primer año? Yo solo tengo imágenes vagas de una habitación celeste, un ropero enorme y un anciano (con quien comparto un nombre) que me llevaba en sus rodillas; quizás esa es la razón –y recién lo advierto– del color que siempre han llevado las paredes de mi dormitorio.

Mi padre había comprado un terreno en la capital y decidió regresar definitivamente a Lima –él nació allí–, mi madre, mis hermanos y yo lo seguimos.

El terrorismo había tomado fuerza en provincias, pero el centralismo hacía de Lima la ciudad más blindada y con ciertas oportunidades. Sin embargo, los primeros años fueron duros, pero quizás los más felices. Podíamos sufrir un apagón cada semana o reunir agua en bateas por las noches, pero –entre velas y café pasado– la compañía siempre fue dulce.

Aprendí a leer en casa a los cuatro años, gracias a mi hermana. Desde entonces leía Charlie Brown, Enciclopedias de animales y otros libros que no sé de dónde los obtuve… pero recuerdo uno hasta ahora, que –a pesar de la nueva doctrina que mis padres adoptaron al llegar a la ciudad, la escuela dominical (que más parecía militarista) y la Biblia– me enseñó cuán abrasivos resultan ser los lazos. Jugaba solo, recostado en un pasadizo de mi casa, no culpo a “El Principito”, ni mucho menos a De Saint-Exupéry, por mostrarme el significado de l’apprivoisement (domesticación) a los siete años. Claro, tenía amigos –o los que llamas así en la infancia– con los que jugué al trompo, fútbol, entre otras cosas, pero siempre preferí la soledad.

Lo que más recuerdo de mis años en la escuela primaria fue el año 1997. Estaba recostado en el piso, jugando o leyendo (no lo sé), y todos en casa miraban la televisión. Me llamó la atención el “flash informativo”. Yo no estaba enterado sobre el Gobierno de Fujimori, solo sabía que era el presidente y que le había ganado las elecciones al FREDEMO de Mario Vargas Llosa –quién, al irse a España, dedicó unas cuantas maldiciones para sus compatriotas–, pero ese año ocurrió algo sorprendente. Lima ya no estaba segura, el terrorismo la abordó, los cochebombas explotaban a plena luz del día, las torres eléctricas se desplomaban, y ese año (1997) el MRTA tenía secuestró a algunos diplomáticos y gente común en la Embajada de Japón. Canal cinco transmitía lo que ocurría casi todo el día. La operación Chavín de Huántar fue espectacular, los movimientos, la estrategia, el rescate de los rehenes… ¡Magnífico!

Los primeros años de secundaria me mantuve al margen, solo hablaba con algunos, sacaba buenas notas, regresaba a casa y leía a García Márquez, un escritor colombiano del que me habló Claudio, un compañero que también leía. Los dos últimos años jugaba baloncesto en la escuela, uno de los deportes que más disfruté. Claudio –sí, otra vez él–, con el que (creo que) conocí a Dostoievski y Camus, se enamoró de una rubia de la sección “B”. Dedicó gran parte de su tiempo a intentar conquistarla, pero ella lo rechazó, y lo único que él obtuvo fue: un tobillo roto gracias a un bache en el asfalto, el último día de clases, cuando la persiguió para que ella respondiera “No”. Nunca más pudo jugar baloncesto con la destreza que solía hacerlo. Decidí escribir su fracaso o registrarla como crónica. A él le gustó. Luego, juntos intentamos dar otro final a “Paco Yunque” (de César Vallejo), el original es tan agrio… bueno, pero amargo.

Era hora de estudiar algo, mi madre siempre había querido que fuera ingeniero de sistemas; otros, me veían como médico; yo, quería escribir. Una voz me dijo: “No es necesario estudiar literatura para escribir. Un químico puede ser un gran literato…”.

Estaba perdido, no quería saber nada con las ciencias, mi mundo eran las letras… y casi, por cuestión del azar, estudié Traducción e Interpretación (en inglés, francés e italiano). No es mi vocación, pero me permite leer libros en su idioma original.

En mi primer año de universidad, me enteré de que mi primera enamorada me engañó –ahora está casada y es madre, al menos eso escuché.

Yo no había encontrado cómplices (amigos), todos tenían prioridades distintas. Me refugié en Cortázar, Sabato y Wilde, y comencé a leer a Camus en francés. Vivía aislado en mi habitación (quizás como Hesse, o como bien dijo Ignacio: como “lobos entre los lobos”). Para ese entonces mi idea de morir joven –porque me da miedo la vejez y la dependencia– tomó fuerza. Probablemente estaba completamente equivocado, pero no quiero hijos ni matrimonio. ¿Es cuestión de decisión o independencia? No lo sé, pero no quiero obligarme a ser responsable por otros si es que puedo evitarlo. ¿Egoísmo?, seguramente.

Por esos días comencé a investigar sobre Jung –Lidy, debe de conocerlo por su instrucción en psicología– y su teoría de los arquetipos, ya que la curiosidad de las semejanzas entre Poe y Baudelaire me cautivaron. Cortázar, en una entrevista comentó sobre la idea del minotauro en “Los Reyes”, también habló de Jung. ¿No les ha ocurrido que alguna vez han vivido o pensado algo privado y después de algunos meses abren un libro nuevo, desconocido, y encuentran ese mismo pensamiento, esa misma idea o comportamiento? ¿Serán los personajes? Pero ¿Acaso éstos no son el reflejo del autor? No dejo de observar o analizar esas ideas, de darme cuenta de las coincidencias, de los patrones. ¡Bah!

Mis ganas de escribir aumentaron, empecé a hacer un intento: cuentos sin final, algunos poemas estúpidos, solo miraba la hoja en blanco escribía una palabra y seguía hasta no poder… Inexperiencia, actividad pasional… Luego entendí que hay que pensar, al menos, en una estructura.

En todo caso, el año pasado me gradué de bachiller, y éste es el año de la serpiente, el mío según el calendario (1989), me lo dijo un compañero chino del trabajo: “Te va ir bien” (Ja, ja). Laboro en un estudio de traducción jurídica y técnico-científica, no pagan muy bien, pero me permite ir al teatro, escribir y sobrevivir. Estoy preparando mi tesis –o eso creo– para obtener la licenciatura este año, e intentar independizarme.

Todavía, a veces, la nostalgia me ataca. Amo la nostalgia, aunque a veces se torna en depresión y me atormenta. Otras veces –y me lo han dicho ya–, creo que debería consultar con un especialista, quizás tenga algún trastorno depresivo, suicida o compulsivo.

Hace casi un mes o poco más, me uní al taller.

Christian